¿Habéis visto alguna vez una mariposa posada sobre el cuerno de una vaca? ¿La habéis visto desplegar suavemente sus alas mientras la vaca rumia indolente su heno?
Así era ella vendiendo castañas asadas en aquel chiringuito con forma de locomotora, en pleno auge de las fiestas navideñas, cuando el frío apretaba y apetecía, más que las castañas, el calor que desprendían. Cuanto más hermosa parecía, más ridícula resultaba la locomotora de hojalata, más grotesco el montón de periódicos viejos en usaba como envoltorios y más sucio el hollín.
Nunca supe si era la hija del dueño o sólo una empleada de paso, o si se trataba de una niña bien jugando a pagarse por una vez el curso de idiomas en el extranjero. Tampoco sé de dónde vino ni qué fue de ella después de aquella única navidad. Me hubiese gustado preguntárselo, pero nunca me atreví, quizás por no convertirla en realidad. Preguntarle por su vida hubiese sido como abrir voluntariamente los ojos en medio de un buen sueño, y nadie hace tal cosa. No me culpen.
No llegué a saber nada de ella. En alguna conversación informal, como por casualidad, me enteré de que hubo más gente que trató de conocer algún dato más sobre ella, pero no logramos averiguar más que su nombre y un par de vaguedades apócrifas, como que venía del norte y se alojaba en casa de un anciano con acento extranjero.
Al final, mis pesquisas se tuvieron que conformar con el magro resultado de que se llamaba Cristina, pero aunque han pasado los años, casi veinte, y nunca volví a verla, a veces la recuerdo todavía como el que ha visto a un ángel o ha asistido a un prodigio capaz de hacerle cambiar su concepto y su visión de las cosas.
Y quizás haya algo de eso, porque cuando la recuerdo, casi sin rostro, con una coleta larga y brillante que bien podría haber sido una aureola desplegada,tengo la extravagante impresión de haber sido uno de los pocos privilegiados a los que les ha permitido contemplar de cerca una razón par no detestar este mundo y esta época que nos ha tocado vivir.
Aquella muchacha era la imagen viva de la alegría; su sola presencia era una especie de gozo capaz de la paradoja de alegrar cualquier día y a la vez ransmitir a los hombres una especie de tristeza desasosegante: era imposible mirarla sin tener la sensación de que cualquier vida lejos de ella era una vida malgastada.
Nadie conoce el mecanismo que rige la creación de los recuerdos, ni por qué razón nos quedamos para siempre con el nombre de una marca de caramelos mientras el rostro de nuestra abuela se difumina poco a poco. Algo así me pasa con ella, porque por más que lo intento ya no soy capaz de verla detrás de aquel mostrador desgastado, sino caminando junto a la catedral, al atardecer, con un estuche debajo del brazo. Siempre deseé seguirla, con la esperanza de ver salir un clarinete o una flauta travesera de aquella caja negra, pero nunca me atreví a tanto. Y no fue por temor a que ella me viera o por lo que podría pensar de mí, sino por lo que yo podría pensar de ella: cuando después de meses enteros de zozobras se alcanza el equilibrio emocional a fuerza de sangre, hay que tratarlo con mimo y no tentar a la imaginación. Quizás fuera por eso, por el momento en que la conocía, por lo que se fijó de tal modo en mi memoria. Seguramente han oído hablar ya de muchos casos de divorcio, y de cómo las promesas de amor se convierten en declaraciones de guerra, guerra total, sin prisioneros, donde lo que más interesa no es acabar con el enemigo, sino causarle heridos y mutilados que atesten sus hospitales, aterroricen a sus civiles y entorpezcan sus movimientos.
No les aburriré con mi historia, ni expondré a su juicio mis razones ni las de mi exesposa: se lo cuento sólo para que entiendan cual era mi estado emocional y sean un poco comprensivos con esta pequeña obsesión que aún me persigue.
Entonces, se lo aseguro, aquella muchacha era para mí como una aparición celestial, o al menos ese era el efecto que me causaba. Traté de reírme, pero pronto comprendí que no había necesidad; si funcionaba contra la violencia y la ansiedad, era buena. Y funcionaba.
A eso de las nueve y media, cuando sabía que cerrarían el chiringuito, me daba una vuelta por la calle peatonal para verla alejarse. La miraba siempre a cierta distancia, en esa perspectiva que buscan los pintores para representar la perfección. La seguía con la vista hasta verla desaparecer entre la muchedumbre, o tras alguna esquina, sin llegar a saber si iba al conservatorio a interpretar a Bach o a un garaje a ensayar un concierto con sus compañeros de grupo rockero.
La imagen de la esperanza es para mí la de una persona joven con un instrumento musical, pero ella no era sólo esperanza: parecía guardar en aquel estuche el último aliento de los disparates infantiles, la solución al laberinto que lleva desde lo que uno es en realidad a lo que quiso ser siempre, sin saberlo. Cuando caminaba por la calle parecía llevar en torno suyo algo como un vapor incierto del que emergiesen imágenes sin contorno, difusas, escapadas de un espejo empañado por el tiempo. Cuando la veía dirigirse hacia el paseo, no era sólo una muchacha caminando por la playa, sino el paso de cualquier belleza por el mundo, liviana y pasajera: realidad convertida en alegoría.
Recuerdo una ocasión en que había menos gente que de costumbre haciendo cola frente al chiringuito y llegó el dueño, un tipo gordo y calvo. Ella dijo que iba a no sé dónde rápido y comenzó z quitarse allí mismo el mandilón negro para ponerse el abrigo. Era un gesto totalmente normal, pero me sorprendí a mí mismo más pendiente de sus gestos que de su cuerpo, reconociendo, y por primera vez no sólo con la mente, que es más gratificante encontrar armonía que deseo. Luego la vi alejarse y cuando me di cuenta de que la estaba mirando con demasiado descaro traté de volver a la realidad de aquella pobre locomotora falsa que sólo asaba castañas, pero los demás, los otros tres o cuatro clientes que esperaban, miraban en la misma dirección que yo.
En ese mismo sentido, aún guardo otro recuerdo de ella. Fue la tarde del día de Nochebuena, de risas y familias paseando bajo el frío. Aquella tarde hacía demasiado frío para pensar en otra cosa que no fuese taparse la nariz y guardar las manos en los bolsillos.
Media docena de transeúntes hacíamos cola para surtirnos de castañas asadas y alguien, un hombre ni demasiado joven ni demasiado viejo, un hombre que podría englobarlos a todos en la indefinición de sus rasgos, le dijo una procacidad a la muchacha. Ella ni siquiera se inmutó. Se limitó a envolver las castañas en una hoja de periódico y a esperar el pago. Pero los demás lo debimos mirar de tal modo que el hombre se retiró a toda prisa, mirando al suelo, sin recoger siquiera lo que había pedido.
Lo habíamos sorprendido escupiendo en la pila del agua bendita.