—Eres más tonto que una mata de habas —gruñó Ramírez, cabo primero de la guardia civil, con nueve trienios y cuarenta y tantos pares botas gastados por los andurriales más rasposos de la muy noble, leal y asilvestrada 612 Comandancia.
—Quiero ver a mi abogado —contestó el aludido, con la cabeza encajada entre los hombros.
El cabo Ramírez, comandante de puesto por la gracia de Dios y porque ni Dios quería el puesto, llamó a gritos al guardia de puertas.
—¡Cifuentes, venga para acá y escriba!
—Sí, mi cabo.
—El detenido, Argimiro Pérez Musgaña, de treinta y cuatro años de edad y residente en Valdorria, se confiesa líder de la banda de malhechores que ha cometido setenta y dos atracos en la última semana, incluido el asalto a la estación de FEVE en Matallana.
—Yo no confieso nada —negó el detenido levantando la vista del suelo por primera vez en media hora.
El guardia que escribía a máquina se detuvo un instante mirando a su superior, pero como no recibió ningún gesto que le indicara detenerse siguió aporreando el indestructible teclado de la vieja Olivetti.
—¡Que yo no sé nada de eso!, ¡que no! —insistió el detenido con poca convicción.
—Tú calla la boca. Sigo: asimismo, reconoce haber participado en algunos de esos actos delictivos y haber designado los lugares, las fechas, y los objetivos que luego atacaba la banda.
—Yo no reconozco nada y quiero ver a mi abogado.
El cabo Ramírez golpeó la mesa con un periódico de la semana anterior, el ultimo que había llegado al cuartel.
—Como te pongas tonto te esposo a la reja de la ventana, con la que está cayendo.
—Bueno, bueno... —musitó Argimiro tratando de apaciguar al cabo.
—Sigo: el detenido dice no conocer a Benito Musgaña del Río, en paradero desconocido por el momento, y presunto número dos de la banda a tenor de lo declarado por varios testigos presenciales de sus fechorías.
—Eso es verdad. No lo conozco de nada.
—Dice no conocerlo a pesar de ser primos carnales y de haber sido detenidos juntos en cinco ocasiones anteriores.
—Pues es que no me acuerdo...
—¡Que te calles, coño! Tú firma la declaración y luego le dices al juez que te la saqué a hostias, o lo que quieras. Pero no me líes la marrana, que me jubilo la semana que viene y esto tiene que quedar resuelto.
—Bueno —se conformó Argimiro.
—Sigo: el detenido dice haberlo hecho para dar trabajo a sus amigos, presidiarios en su mayoría, a los que pagó fianzas y libertades condicionales con un premio de catorce millones de euros que le correspondió en la lotería primitiva. Dice también que como no sabía hacer otra cosa y estaba orgulloso de su oficio de bandido profesional, quiso ampliar el negocio aprovechando que disponía de capital, lo mismo que su tío convirtió la carpintería en fábrica de muebles cuando heredó a su suegra. Dice que prueba de todo esto es el hecho de que los ladrones y maleantes contratados estaban todos dados de alta en la Seguridad Social y con contrato en regla. Dice, por último, que si dio de alta la empresa como compañía de limpiezas no fue por eludir al Fisco, sino porque el funcionario encargado del Registro Mercantil se negó a inscribirla de otro modo.
—Yo quiero ver a mi abogado —insistió el detenido.
—En cuanto llegue de la capital, lo mando pasar. ¿Firmas? —preguntó el cabo alargándole la declaración.
Argimiro miró el papel unos instantes con aprehensión, pero luego agarró el bolígrafo como si fuera un destornillador y logró trazar un garabato al final del folio.
—Pues hala, macho, ya está. Ya me enteraré por los periódicos de en qué paró la cosa. Porque de esta sales en los periódicos. ¡Sales hasta en la CNN, animal de bellota! —concluyó el cabo Ramírez encasquetándose el tricornio.