Un motín de los jugadores contra el presidente Núñez con pagos a Hacienda como trasfondo, una Liga ganada en toda la década de los ochenta (y otra en los setenta), descrédito institucional, continuo victimismo arbitral como causa de casi todos los males, habitual desaprovechamiento de las mejores figuras del momento y presentes aún los efectos depresivos de la derrota en Sevilla frente al Steaua de Bucarest y aquella infausta tanda penaltis. Ese desolador panorama fue todo lo que se encontró Johan Cruyff a su llegada al banquillo del Barça.
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