Tenía 17 años y los escombros caídos por uno de los bombardeos franquistas contra el Madrid republicano habían enviado a Alejandro Fisterra a la cama de un hospital. Primero en la capital, después en Valencia y por último en la colonia Puig de Montserrat, en Barcelona, donde comparte espacio con decenas de niños. Sería la abundante madera de boj de aquel paraje la que daría forma a unos muñecos que para aquellos niños servirían como ídolos futbolísticos. Unas barras de acero para unirlos, acabadas en mangos para manejar a los 11 jugadores.
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