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Sirenas, la maldición de la geografía

En el norte de Honduras, dos amigas llevan un restaurante pequeño, discreto, limpio y ordenado. Vacío. Que mira a una playa de palmeras, viento, aguas marrones y arenosas, ya revueltas incluso antes de la lluvia. Sonríen ante la llegada de clientes. Hablando quedito y con la segunda cerveza que, pese a los cortes de electricidad, está bien fría, ofrecen langosta. Es mayo, la veda no se ha abierto aún. No lo hará hasta julio. Que no está permitido venderla —porque son crías— lo explican ellas mismas.

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