A principios de primavera, el programador de Oregón (EE. UU.) Ian Hilgart-Martiszus cogió una jeringuilla y la pinchó en el brazo de la trabajadora social Alicia Rowe, ella cerró los ojos y giró la cabeza hacia otro lado. La estaba sometiendo a un test de anticuerpos contra el coronavirus (COVID-19). También se lo hizo a 40 amigos y amigos de sus amigos, y a seis personas sin hogar. Como antiguo técnico de laboratorio, Hilgart-Martiszus sabía lo que estaba haciendo. A pesar del extenso debate sobre la precisión de los análisis serológicos para
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