Como si fuera una película de terror, Gaspar Castromil aún recuerda vívidamente el día de 1979 que perdió el hilo en la clase de matemáticas en el colegio salesiano de Vigo, estaban enseñando los decimales. Agitado y tembloroso, no conseguía concentrarse. Media hora antes de entrar en el aula, había estado en la sala de juegos del colegio ayudando al religioso Perfecto Fernández Mínguez a vender golosinas a sus compañeros. “Cuando nos quedamos solos, se metió unas chuches en el bolsillo. ‘Este es tu premio. Mete la mano y no la saques".
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