Ya se sabe que lo que las desgracias de unos muchas veces traen alegrías para otros y está es una máxima que se demuestra con cada guerra: mientras unos países se desangran, otros se enriquecen vendiéndoles aquellos suministros que los contendientes dejan de producir.

El día del ataque ya estaba fijado, el príncipe Gorchakov daba las últimas instrucciones a sus generales la noche del 15 de agosto de 1855, con la esperanza de que el ímpetu de sus tropas y la fe en la bayoneta le dieran la victoria en la madrugada próxima. Esa noche las tropas imperiales de Napoleón III celebraban la fiesta nacional impuesta por su tío en 1806. El campamento y las hogueras de los vivaques se apreciaban desde la lejanía, pero aquello no debía ser el soleil d'Austerlitz, los rusos se movían y el general Pélissier lo sabía.

En la ciudad de Sebastopol encontró la Wehrmacht una nuez muy dura de cascar, que durante ocho meses drenó hombres y material bélico que las ambiciones de Hitler necesitaban en otras partes del vasto frente oriental. Uno de sus heróicos defensores fue al aviador naval Mijail Vasilyevich Avdeyev. Sin poder exhibir los astrónomicos palmareses de sus oponentes -los ‘experten’ de la JG 77- Mijail Avdeyev demostró que podía derrotar a cualquiera de ellos, aún en combates desiguales en condiciones adversas.