Desde mediados del siglo XVIII, y sobre todo a lo largo del XIX, un temor recorrió Europa y EE. UU.: el de ser sepultado antes de hora. Un estudio parisino sobre últimas voluntades revisó mil testamentos realizados entre 1760 y 1777: trece de ellos incluían salvaguardas para prevenir un entierro precipitado; otros 34 pedían, sin más, que se retrasara el sepelio.