En el azaroso final del siglo XIX, un alemán de origen ruso llamado Georg Cantor —San Petersburgo, 1845-Halle, 1918— se levantó un día en clase, es un decir, y tuvo las agallas y el cerebro, claro, de decirle al profesor en su mismísima cara, que Aristóteles estaba equivocado. Que hacía veinticinco siglos que la ciencia estaba equivocada. Porque él, Georg Ferdinand Ludwig Philipp Cantor, estaba en condiciones de probar que el infinito matemático no era una simple forma de hablar, ni un ente difuso y borroso que se alojaba en algún remoto lugar