El monte Improbable se alza desde la llanura, elevando vertiginosamente sus picos hacia el cielo enrarecido. Sus farallones altísimos y verticales son, o así parece, imposibles de escalar. Empequeñecidos como insectos, alpinistas frustrados reptan a sus pies, al tiempo que miran sin esperanza las alturas, escarpadas e inalcanzables. Sacudiendo sus diminutas y desconcertadas cabezas, convienen en que la cima que se cierne sobre ellos será para siempre inalcanzable.
Nuestros alpinistas son demasiado ambiciosos. Están tan atentos al drama perpendicular de los acantilados que no se les ocurre mirar al otro lado de la montaña. Allí encontrarían, no farallones verticales ni cañones reverberantes, sino prados herbáceos de pendiente suave que ascienden gradualmente, de manera uniforme y benévola, hacia las distantes tierras altas. Ocasionalmente el ascenso gradual se ve interrumpido por algún despeñadero rocoso, pero por lo general se puede encontrar un rodeo no demasiado empinado para un montañero en forma que disponga de calzado fuerte y tiempo de sobra. La enorme altura del pico no importa mientras uno no intente escalarlo de una sola cordada. Hay que localizar el sendero que ascienda suavemente y, si no hay límite de tiempo, el ascenso es solo tan formidable como el siguiente paso.
Escalando el monte improbable, Richard Dawkins