A finales del siglo IV, el historiador Amiano Marcelino se quejaba de que los romanos estaban abandonando la lectura seria. Con un enfoque moralista característico de su clase social, se indignaba de que sus compatriotas chapoteasen en la trivialidad más absurda mientras el imperio iba desmoronándose de modo inexorable, y la ligazón cultural se disolvía:
«Los pocos hogares que antes eran respetados por el cultivo serio de los estudios ahora se dejan llevar por los deleites de la pereza. Y así, en lugar de un filósofo se reclama a un cantante, y en lugar de a un orador a un experto en artes lúdicas. Y, mientras las bibliotecas permanecen siempre cerradas como sepulcros, se fabrican órganos hidráulicos, enormes liras que parecen carrozas y flautas para los histriones».
Además, comentaba con pena, la gente se dedica a conducir sus carros a velocidad de vértigo —como conductores suicidas— por las calles atestadas de gente. La angustia previa al naufragio se palpaba en la atmósfera.