Basta un paseo por Nueva York, Dubái, Tokio o Shanghái para comprobarlo: nos gusta que nuestras ciudades crezcan a lo alto. Desde hace décadas, por una razón de espacio y de precio del suelo —probablemente también en una demostración de poder con interesantes implicaciones freudianas—, intentamos estirar al máximo el techo de las metrópolis. A nosotros nos encanta. A los pájaros, menos. Las fachadas acristaladas de los edificios, las torres de comunicación y el tendido eléctrico acaban convertidos con frecuencia en obstáculos contra los que pie