El pasado 11 de octubre, Pedro Sánchez viajó al Vaticano. Le alabo el gusto, al Vaticano no le faltan atractivos: el abrazo monumental de la columnata de Bernini; la propia basílica: un pasote; las estancias vaticanas, pintadas al fresco por los mejores maestros del Renacimiento; la legión de mármoles clásicos que inundan pasillos y salas imponiendo la vigencia arqueológica de la Antigüedad. Y, para los católicos, el premio gordo: la tumba de San Pedro, el apóstol sobre el que Jesucristo edificó su Iglesia, ahí es nada. Pero Pedro Sánchez no ha visitado el Vaticano para regalarse los ojos con tanta maravilla. Lo suyo no era simple turisteo; él tenía un objetivo más elevado: entrevistarse con el Papa Francisco para tratar la crisis migratoria y aunar esfuerzos por la paz en Oriente Próximo. Al menos, eso proclaman desde Moncloa. Treinta y cinco minutos de entrevista para desfacer los entuertos del mundo. Más que suficiente, ¿o no?
Es la segunda vez en cuatro años que Pedro Sánchez visita el Vaticano. La repetición se me hace rara en un tipo que no da puntada sin hilo. ¿Pretenderá nuestro presidente algo que se calla? En ese viaje hay gato encerrado, seguro. Le doy mil vueltas al tema y, al final, se me ocurre una pregunta: ¿no será que busca que el Papa lo canonice? ¡Ostras, sí! Va a ser por eso que, un tipo tan sobrado como él, hace votos de sencillez y se digna visitar de nuevo, todo humilde, al Santo Padre. Por el interés te quiero, Andrés. Probablemente, Pedro Sánchez se ve volviendo algún día a España en olor de santidad para disputarle el protagonismo en los altares a San Juan de la Cruz o a santa Teresa, santos rancios y tridentinos, austracistas hasta la médula, muy del gusto de la fachosfera. Él, en cambio, atesora méritos de otro tenor: líder indiscutido de la parte mollar del progresismo; derrengador de tiranos -preferiblemente muertos y medio sazonados para el infierno-; santificador de terrenos impuros tomados por la carcundia y el fango. ¿Pueden San Juan de la Cruz, santa Teresa o santo Domingo de Guzmán, pongamos por caso, alegar méritos semejantes? Ni de coña. Si nos metemos en comparaciones, que ya son ganas de andar liándola, no hay color. Nadie, y cuando digo nadie es nadie, que conste, se merece tanto la canonización como él (nota: consultar en Fundéu si, una vez alcanzado el extremo laudatorio, convendría escribir el pronombre con mayúscula). Si Francisco le cumple el deseo, lo cual sería de justicia, a él le gustaría conservar, eso sí, sus derechos de imagen: nada de casullas, tonsuras o nimbos dorados. Hay que romper con esas tradiciones iconográficas que tienen a la Iglesia anclada en la Edad Media. Él, querría pasar al santoral, y a la Leyenda Dorada -capítulo 178-, como santo laico, ejemplo y culmen de toda laicidad, y aparecer en los altares en pelota picada, al natural, luciendo tipín en plan Apoxyomenos. ¡Qué talle! ¡Qué donaire! ¡Qué apostura! Guapo guapo, guapo a rabiar, guapo de dar envidia.
Después de lo dicho, me reafirmo en mis intuiciones. Yo creo que Pedro Sánchez ha visitado el Vaticano para resolver lo suyo; lo de la santidad, digo. Lo otro, aquello de arreglar el mundo a pachas con el Santo Padre, era una mera excusa para no ir de cara. El objetivo real se colaba de tapadillo y estaba trufado de picardías políticas. Nuestro presidente pretendía, sospecho, que Francisco lo elevara a santo porque esa condición le podría hacer ganar votos y devotos entre los remisos que, de forma inexplicable, se le resisten e, incluso, ganan terreno. A un santo, ya se sabe, no hay persona de bien que le niegue la hospitalidad de su corazón. Pero el Papa Francisco no está por la labor de subirlo a los altares. Desconfía de un personaje que anhela con tanto ahínco los amores de una musa pagana y trompetera como Clío, así que ha despachado el asunto de un plumazo tirando de diplomacia vaticana. “No es no”, supongo que diría la traducción aprox. del concluyendo de la entrevista. Más vale una vez rojo que cien colorado. Luego del palo, el Sumo Pontífice, que es persona muy educada y de gran corazón, habría cerrado el coloquio con una despedida afable para limar posibles asperezas. Y sanseacabó la mandanga. Contra el vicio de pedir, la virtud de no dar.