Cuando le diagnosticaron que era portador del VIH, la vida de Carlos se convirtió en un infierno. Antes de que tuviese que abandonar su casa para no volver nunca por allí, su familia lo repudió. Los últimos días que convivió con ellos, su madre arrojaba lejía al suelo a su paso para desinfectar allí por donde su hijo pisaba. No le perdonó nunca haber hecho caer a la familia en aquella "desgracia". Tampoco su padre se lo perdonó. Aquel hombre no le volvió a dirigir la palabra. Nunca llegaron a saber la verdad.
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