El hidalgo de Primark no se atreve a admitirlo públicamente, pero siente un gustirrinín salvaje viendo cómo un lacayo uniformado que aún cobra menos que él desciende de un coche negro, le abre la portezuela y se esfuerza en la ficción de convertir, durante el trayecto, a un mindundi de verdad en un Rockefeller de mentira.
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