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Hay una pulsión cruel en una parte de la ciudadanía, que se regocija en el dolor ajeno, que se embadurna de odio para justificarlo y que siempre encuentra un bien superior que permitiría tal abuso. Una seducción autoritaria que entiende la brutalidad como disciplina, que autoriza moralmente el exceso y la ilegalidad para defender el orden y la ley que esa misma acción en sí misma transgrede. Y suelen coincidir, es verdad. Quienes justifican esas palizas, celebran las bombas en Gaza o el hundimiento de un barco lleno de migrantes en Canarias.