La mejor descripción de la glamurosa epopeya del pequeño Nicolás la hizo la jueza que instruye su caso. ¿Cómo es posible –se preguntaba- que “con su mera palabrería” y aparentemente “con su propia identidad” accediera a actos y embaucara a la flor y nata de este país de pillos sin levantar sospechas del camelo? La respuesta no puede ser más obvia: buena parte de nuestra más distinguida sociedad es rematadamente idiota.
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