Seis décadas después, la Iglesia vasca, la misma que un día tuvo los seminarios completos, los misioneros en cada rincón del planeta, empieza a reconocer que no lo hizo bien. Por ahora con la boca pequeña y a cuentagotas. Las víctimas del terrorismo se lo reprochan desde hace tiempo. Jamás comprendieron su equidistancia, su distancia y la frialdad que jamás esperaban de quienes estaban llamados a salvar almas y consolar y que optaron por callar, mirar hacia otro lado o incluso negar funerales.
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