La acumulación de patrimonio está desbocada en Suecia como en cualquier otro país del mundo, lo que tiene un alto precio: un pulso tenso y continuo entre una élite, inmensamente rica pero siempre insatisfecha, y una gran mayoría de ciudadanos, dependiente de los designios de esa élite, que sólo dispone de su voto y su activismo, pequeñas parcelas de poder político y social, que sumadas pueden apenas contrapesar el agudo desequilibrio del poder económico.
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