Los chinos que viven en Barcelona, con sus bares de patatas bravas y cubatas baratos, son los que mantienen la tradición, mientras que muchos comerciantes barceloneses, guiados por el falso espíritu moderno de la ciudad, han preferido anular cualquier folklore castizo de sus locales para uniformizar un gusto y lograr que cada establecimiento sea otro más del gran rebaño donde captar siete diferencias es casi un imposible y la conservación del patrimonio popular una quimera casi absoluta.
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