Orota, nuestra guía, oscureció el gesto mientras nos explicaba las estrictas normas para acceder al túnel. Seria como un cadáver, nos instruyó: nada de móviles ni cámaras, obligatorio llevar casco, no salirse de la fila, obedecer las órdenes y no acceder si se padece de claustrofobia. Dos de los integrantes de la expedición decidieron no arriesgarse y se quedaron fuera. El resto nos dispusimos a descender a las profundidades de la frontera coreana, el último vestigio de la Guerra fría.
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