El otro día fui a un restaurante gallego en Barcelona donde lo único gallego era yo. Era mi segunda vez allí: acudí allí solo pero con cámara de fotos, dispuesto a documentar la experiencia. El restaurante es un enigma desde todos los ángulos. Por eso había algo más; una necesidad de hurgar en aquello que no se acaba de comprender: lo lleva una familia de origen pakistianí que, según pude saber, había comprado el negocio a un matrimonio gallego que lo había gestionado anteriormente en otra localización.
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