Salió enloquecido, como un rey sin reino. O quizás sí: el reino del soul y del pop, el icono negro para una comunidad también negra en busca de símbolos de resistencia. James Brown, en 1964, estaba llamado a formar parte del panteón del black power que entonces daba sus primeros pasos y que, en dos o tres años, incendiaría América. Su presencia era el testimonio de que era un artista imbatible, una fuerza arrolladora capaz de hacer posible lo imposible. Su actuación, por otro lado breve, fue aumentando de intensidad.
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