La chica con la que he quedado tiene cuarenta años y los aparenta. No es guapa, o no es guapa en el sentido de lo que nuestra sociedad consumista entiende como tal. Quiero decir que no es particularmente delgada, no va arreglada, ni maquillada, tiene arrugas, canas, una dentadura irregular. Va vestida con extremo recato, peinada con un moño victoriano. Habla con una voz suave y modulada, sin utilizar una sola expresión malsonante durante una conversación de dos horas. Es la última persona que imaginarías como prostituta.
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