El Chevrolet Blazer 6.2D era un claro ejemplo de “cuanto más grande, mejor”, un principio básico llevado a rajatabla por los fabricantes estadounidenses. Nuestro protagonista pertenecía a la segunda generación del Blazer (K5), concretamente al modelo de 1989, que se fabricó entre 1988 y 1991. Este vehículo era un todo terreno de verdad, enorme, monstruoso, inmenso a los ojos europeos, pero con un magnetismo innegable, capaz de definir toda una forma de vida.
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