Los chilaquiles huelen a tentación y a pecado: a lo prohibido. Está el olor acre y terreno de la tortilla frita en aceite vegetal —tal vez requemado, eso no importa aquí— y el delicado aroma ácido del tomate, de preferencia verde. A ese olor hay que añadir uno que no por sabroso deja de ser también tufillo: el de la grasa animal, la crema y el queso, disolviéndose lentamente. La mezcla aromática incluye los azufres de la cebolla en dos versiones: caramelizados para la salsa y en su picor más claro, sobre el plato, en rodajas.
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