Los vecinos de Miera miran al cielo para nutrir las tierras. Sus padres les dijeron que había que aportar al campo la sobredosis de potasio de las cenizas de la lumbre en la primera luna menguante de febrero. Lo han hecho durante décadas, pero al asomarse por las ramas de sus árboles genealógicos, el conocimiento tradicional emite un eco sordo: los jóvenes ya no están aquí. Es una secuencia repetida en los pueblos de Cantabria en los que las oportunidades se fueron apagando lentamente.
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