“Casi ná, me diagnosticaron a los 41 años”, dice con una sonrisa de resignación. “Sentí alivio porque el hecho de saber qué te pasa es un alivio. No es el autismo el que te ahoga, es no saber qué te pasa, eso es lo que te mata. Así que muy bien, no estaba rota, tarada, no era un extraterrestre. Ahora tiene sentido, para mí te salva la vida. Es lo primero que pregunté cuando tuve el diagnóstico: ¿Cuánta gente se ha suicidado por no tener un diagnóstico correcto? Y me dijeron que no hay un registro”.
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