Éste es, desde siempre, el destino del laberinto: pasar, sucesivamente, según las épocas, de un lugar cargado de significados esotéricos, religiosos y literarios a lugar de juego, de esparcimiento, de placer, que aparece, desaparece, se pone o se pasa de moda. En el siglo XX el laberinto ha recuperado su importancia. Parte del mérito lo tiene su máximo defensor, Italo Calvino, superado sólo por el argentino Jorge Luis Borges, definido por la Enciclopedia Einaudi de 1979 como “el mayor laberintólogo contemporáneo”.
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