Nada contribuyó tanto a extender la leyenda de la papisa Juana como una ceremonia descrita, en forma de sátira burlesca por el cronista Félix Haemerlein. Según él, cada vez que era nombrado un papa, se sentaba, con sus partes al aire, sobre una silla con el asiento agujereado. Un joven diácono metía el brazo por debajo, hasta palpar los testículos papales, asegurándose que fuera hombre, y no mujer.
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