Spínola no era un soldado cualquiera. Era un fervoroso católico con más hechuras cristianas que vaticanas y que, fuera de las paredes de los templos dedicados a esquilmar a los asustados creyentes, era notorio que fue un practicante de la doctrina cristiana hasta donde el corsé de la formalidad canónica se lo permitía. Buscador empedernido de una verdad superior sin agravios, sin malos ni buenos, llevo el arte de la guerra a un sitial donde los perdedores no eran los malos, ni los ganadores, los buenos.
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