El moderno español es, sobre todo, un producto decepcionante de la época; un niño alternativo que ha pasado de las barricadas al gastrobar en menos de lo que se instaura una democracia, más o menos como Felipe González. La gloria del tierno modernito duró pocos años, si por “gloria” entendemos el gozar, al menos, de un puesto significativo en la sociedad: de un lugar más político que estético, más molesto que decorativo
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