El abanico de sentimientos que uno puede experimentar a bordo de un avión oscila hoy entre la estoica resignación (“bueno, tendré que gastarme siete euros en este sándwich de pan rancio”) y la sensación de que directamente se están riendo en tu cara, entre venta de cartones, colores estridentes, asientos en continua reducción –hasta el punto de poner en peligro la seguridad de los viajeros– y un tenso ambiente, azuzado por tener que compartir un espacio diminuto.
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