El arte contemporáneo oscila entre las vacas sagradas que pastan en los museos, los malditos incomprendidos, aquellos que hacen «business» a la manera de un broker pintado por Rothko y tamizado por un lobo de Wall Street, y la estupidez que al cabo nos define como civilización adelantada a un tiempo de apocalipsis cultural. La obra de Yoko Ono podría encasillarse en esta última categoría, la de la estupidez.
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