Se calcula que en el barrio, integrado por unos siete bloques de viviendas, viven unas dos mil personas y todas buscan lo mismo. En las calles se puede ver a los usuarios tirados en el suelo, envueltos con cobijas sucias o desplomados sobre sofás abandonados en el exterior. Nadie esconde el motivo por el que están allí: comprar, consumir libremente o vender crack. Hace unos años la zona era considerada tan peligrosa que ninguna autoridad, ni siquiera la policía, se atrevía a entrar.
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