La conclusión es evidente. No son las críticas de las audiencias –ni siquiera la amenaza de una condena judicial– lo que suele amedrentar a nuestros humoristas (o periodistas, por extensión): son los anunciantes, el que paga, el dinero. No es un juez cavernícola, ni una ley retrógrada e injusta, ni una horda de fachosos encabronados los que hacen mella en la libertad de expresión: es el mercado.
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