Hace dos años y sin previo aviso, en el condado keniata de Narok, apareció una grieta de 15 metros de profundidad y hasta 20 de ancho que destrozó carreteras, tendidos eléctricos y viviendas. No era magia, ni el aparatoso trailer de una nueva película de catástrofes: era el continente africano rompiéndose por las costuras.
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