Recuerdo deslizar mi mano a lo largo de aquella biblioteca, de cuyos intemporales estantes sobresalían ejemplares de toda clase; desde gruesos volúmenes decimonónicos hasta el más elemental de los libros. Una vez que alcanzaba el extremo, daba la vuelta y volvía sobre mis pasos. Y así una y otra vez. Porque “la más de las veces” la simple presencia de aquel macizo de madera era suficiente para echar a volar la imaginación; sin tener que despertar a ninguno de los autores que, estáticos, vigilaban cada uno de mis andares. No sería hasta mucho tiempo después, vivida la juventud y maldecida parte de la madurez, cuando volví a recorrer aquellas montañas de papel, tomando de aquí y de allá para construir mi propia biblioteca y, de esta manera, redimirme por tanta libertad desperdiciada. Digo más. Al contrario de lo que pueda parecer, nunca desdeñé los libros, sólo que me resultaba embarazoso compartir la experiencia de leer a Shakespeare, Edgar Alan Poe u Oscar Wilde en los foros que por determinismo social me tocó frecuentar. Y, en ese sentido, el influjo de pesados prejuicios contra la cultura fundamentada en los libros “neutralizó”, por unos años, cualquier intento de reemprender la marcha, empecinado en identificarme con las normas, principios y valores que impregnaban mi ambiente.
Mi paso por las instituciones educativas, media y superior, no fue en absoluto el acicate de mi especial bibliofilia. Es cierto que mi preferencia por los clásicos, antes que por la literatura actual, se debe más bien a una veleidad estética (surgida, a su vez, de un defecto profesional) por la que tiendo a honrar al pasado y a relegar el presente al cubo de basura; más aún si se trata de algo pop, chic o susceptible de ser reducido a un video en TikTok. Será que me hago viejo. Pero habiendo tenido en tamaña estima a la Universidad, dejando de lado mis años perdidos en la educación obligatoria, la decepción at the end of the day fue tremenda. Alguno podrá decir que mi reproche procede justamente de las lecciones aprendidas en sus aulas y que, por tanto, el objetivo más popular del plan de estudios, fomentar el razonamiento crítico, se ha logrado. Del mismo modo, sería infantil pensar que el espíritu crítico pasa de catedráticos y siervos de la gleba (becarios, doctorandos, contratados, asociados, etc.) a alumnos como si de una cópula pasiva se tratara. Esa no era la intención inicial. Pero, llevado a la práctica, los engranajes del mecanismo se han engrasado convenientemente para producir lo que podríamos denominar, a pesar del oxímoron, como “intelectuales emocionales”. La inteligibilidad de la información masiva de que disponemos actualmente se cifra en la capacidad del ser humano para sintetizarla en una presentación visual, un meme, un GIF, un post o un video de unos pocos minutos. Del mismo modo, en las instituciones educativas, trasunto de la sociedad, se debe consumir y producir nueva información casi al instante, haciendo que lo difícil sea fácil, cuando en realidad tendría que parecerlo. Esto, inevitablemente, implica la construcción de esquemas de pensamiento básicos, pero actualizados; conservadores, pero transversales; reaccionarios, antes que fundados en un proceso paciente de selección, análisis, interpretación y crítica. ¿Que la pervertida versión actual de la educación humanística contribuye a formar ciudadanos críticos como algunos nos quieren hacer creer? ¿Por parte de una generación que fía su criterio exclusivamente a uno o dos minutos delante de una fuente de información porque tres resultaría desmotivador y frustrante? ¿Por parte de una generación hiperestimulada, criada en la cultura de la rapidez, la apariencia, el consumismo y el desmedido entretenimiento visual?
Presumir, tal y como solía hacer, que mi espíritu crítico debería haberse gestado en un aula universitaria donde los grandes maestros del pasado infundieran respeto es, cuanto menos, pecar de romántico. Sigue siendo una tarea harto imposible. Únicamente quien arremete contra Ilión al lado de los aqueos, quien navega de regreso a Ítaca, quien dialoga con los grandes filósofos, quien se deja llevar por las historias de los grandes autores; ya sea motu proprio o guiado por los Virgilios que todavía deslumbran desde la cátedra u otro inesperado pedestal, y, lo más importante, sólo quien a partir de la magna lectura comprensiva duda y cuestiona constructivamente para sentar un pensamiento que merezca la pena (¡y el tiempo!) puede afrontar la vida más orgullosamente si cabe, pues a las tareas y responsabilidades que se nos imponen, por más patéticas que sean, debe superponerse la pátina de las buenas ideas que construyen y engrandecen una civilización. El ruido; todo lo demás se perderá en el ceremonioso silencio de la lectura.
Feliz Día del Libro, por cierto.