Desde que el vino dejó de ser un refugio de borrachines sin recursos para convertirse en un emblema cultural, comenzaron a proliferar los cursos de cata a los que todo urbanita con pretensiones debe apuntarse para demostrar su estatus socioeconómico. Hoy no se puede presumir sin esgrimir ante otros un refinado gusto por los buenos vinos y una bien entrenada capacidad para apreciarlos y describirlos con el lenguaje propio de un sumiller, sin que falten las notas de azafrán, o incluso de grafito... Pero ¿realmente discernimos las diferencias?