En muchos sentidos, Roma fue la cúspide del mundo antiguo. En otros, fue su lado más oscuro. En ella convivieron las mieles de la civilización, la más refinadas artes y oficios y los más reconocidos pensadores con una sociedad brutal, hambrienta de violencia y muerte y en la que el poder servía para cumplir los más exuberantes caprichos. Aquel que conseguía ser Emperador (o General, o Senador) tenía claro que su objetivo no era servir a su Imperio, sino aprovechar lo mejor que pudiera su posición.