A principios de los años 60, Walter Keane era uno de los artistas más famosos de Estados Unidos gracias a los retratos que pintaba: niños, mujeres y animales con unos enormes ojos llenos de tristeza. Su estilo -demasiado kitsch para los críticos de arte- se hizo inmensamente popular en esa época, lo que le generó decenas de imitadores y le permitió amasar una enorme fortuna. Pero en el ascenso de Keane a la cima del arte para las masas tan sólo había un problema: quien creaba las pinturas no era él, sino su esposa