Una especie de tirita mantiene unidas sus gafas. Bajo la nariz le brilla algo de pelusa rubia. Tiene 22 años y no deja de reírse y de tratar de bailar y de beber capuccino y té, cualquier cosa, hasta, dice, podría beber, como Etgar, el protagonista de su última novela, Nesquik de fresa con té. Se encoge de hombros. «No puede estar tan malo, ¿no?», se pregunta.