Cuando los ordenadores comenzaron a invadir las casas con ruidosas disqueteras y los graciosos gorgoritos de sus discos duros, el usuario medio entró en contacto por las malas con el MicroSoft Disk Operating System. Un sistema operativo tan agradable como un tobogán de lija, un artefacto arcano que requería aprender un idioma particular de comandos con el que comunicarle a la máquina que deseábamos escarbar en sus entrañas de directorios. El MS-DOS era áspero y extraño, desplegaba un lienzo oscuro por el que desfilaban caracteres brillantes.
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