Transmiten ternura la mayoría, nos dibujan una sonrisa bobalicona, suministran una dosis generosa de dopamina, la certeza de que en este mundo ríspido existe una parcela achuchable. Lo confieso con cierto pudor: veo vídeos de gatitos. Pero no solo de gatitos, también de perros y lémures y mascotas exóticas. He pasado, de crítico y censor, a convertirme en adicto y defensor a ultranza de esta costumbre de asistir a vídeos de animalitos. Soy como Pablo de Tarso descabalgado -y golpeado- en su camino hacia Damasco.
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