El único reproche que la historia puede hacer a Marco Aurelio, al que cronistas e historiadores veneran como un emperador digno, sensato y de demostrada grandeza moral, es haber dejado el destino de su imperio en manos de un muchacho de tan solo 19 años: su hijo Cómodo. Un joven ambicioso, aspirante a gladiador, y al que la historia ha juzgado de incapaz y falto de carácter, además de responsable del declive de una de las mejores dinastías que gobernó Roma: la de los antoninos.
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