Críticas y comentarios de libros
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La novela histórica es en realidad ciencia ficción

A estas alturas, ya sabemos que los magos son tipos que nos hacen ver cosas que en realidad no han sucedido. Ese es su arte, y no me canso de aplaudirlos en el estupendo festival de magia que se celebra en León todos los años: porque me gusta que me engañen con gracia. Porque me gusta que me hagan creer en lo que en realidad no ha sucedido. Porque aún sé suspender por unas horas el sentido crítico y aceptar como ciertas las cosas que sé que ni son verdad ni lo pretenden.

A esa categoría entiendo que pertenece la novela histórica.

Cuando lees una novela histórica, es más fácil adivinar en sus primeras páginas cuándo fue escrita que a qué época se refiere. Cuando lees a Walter Scott, su Ivanhoe huele más a siglo XIX y romanticismo que a Edad Media. Y Alamut deja más trazas de la Europa de antes de la guerra que de los tiempos de los Asesinos.

Ningún hombre es capaz de escaparse de su época. No es posible la evasión del calendario. Cada época tiene sus normas y cada tiempo sus reglas. La novela histórica es sólo una farsa que trata de transportarnos a otra época en brazos de un sueño que al cabo no podemos comprender y que nos adormece como un mal whisky, dejándonos una terrible resaca de irrealidad.

Para el hombre medieval, el paisaje no contaba. No existía. Buscad una nube en cualquier cuadro o miniatura medieval: no existen. Las nubes son hijas de otro tiempo. Y la vida, quizás también, como el pasado.

Los años se empezaron a contar desde el nacimiento de Cristo muchos años después de Cristo. Alrededor del 535 si no me equivoco, cuando Dionisio el Exiguo determinó el año del nacimiento de Jesús (con 7 años de error, por cierto). No existió el año 534, parece ser. (Acepto correcciones, porque escribo de memoria)

Los romanos no tenían el mismo concepto del tiempo que nosotros, y aún menos los griegos, que empadronaron los dioses en un monte cercano porque les daba pereza ir a buscarlos más lejos. El Olimpo está ahí al lado, camaradas: id a ver a Apolo, a ver qué coño os cuenta. Los hombres medievales no creían en el futuro, porque esperaban el Fin del Mundo de un día para otro. El Renacimiento fue consecuencia de la peste, cuando cuatro gañanes se encontraron con un título nobiliario y se vieron en la necesidad de apadrinar artistas que los sacasen de rústicos.

Así son las cosas.

Intentar trasladarse a otra época en brazos de un novelista nos lleva siempre a la ciencia ficción, o a la historia ficción, porque los único que consigue es trasponer otra época a las ideas del autor, a sus modos y a sus tiempos. Os cuento un ejemplo que he padecido: las cartas de los amantes.

Dos personas se quieren, y se escriben, y se escriben con frecuencia. Eso para mí significa que se escriben tres o cuatro cartas por semana. En la realidad, por la frecuencia real del correo, significaba que se escribían tres cartas al mes y que la persona amada la recibía veinte o treinta días después. O quizás meses más tarde si había ido a buscar fortuna al Nuevo Mundo.

Y en los días que había en medio, esa gente vivía, trabajaba, amaba y se peleaba con los vecinos. Y no podemos entender, ni podremos nunca, cómo entendían la distancia, la separación y el olvido. Porque nuestro mundo vive a otro ritmo. Porque hemos perdido el tiento para entenderlos. Porque nuestro compás y el suyo son diferentes y el artificio del novelista tiene que acercarse a su lector antes que a la realidad.

No existe la novela histórica. Ni la memoria histórica. La historia es un artificio, un truco a lo David Copperfield donde desaparecen los olores y el concepto del tiempo que cada cultura tenía. Podemos rebuscar en el basurero de los hechos, podemos traducir su lengua, si nos esforzamos, pero no su calendario y menos aún su modo de vivirlo.

Toda novela histórica es ciencia ficción. Toda Alicia es eternamente niña en un país más o menos maravilloso, pero por siempre irreal.

Porque comprendemos el espacio, pero el tiempo aún no.

Aún no.

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Parvulus nobis nascitur. Aleluya

Cantio 1 de las piae Cantiones. Música medieval finlandesa.

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La fontana sagrada, de Henry James

Hoy he terminado de leer esta obra, una de las últimas del genial autor angloamericano y al hacer unas anotaciones sobre el libro, me he encontrado con que es la peor novela que he leído en los últimos diez años.

Me explico, por si a alguien le resulta útil para sus propios fines. Cuando termino un libro, anoto la fecha en la que lo leí y la valoración que me mereció, según el criterio de lo que me gustó personalmente, y no tanto el de su calidad. Esto resulta muy útil a la larga, por temas demasiado aburridos de contar ahora.

Y el caso es que Henry James suele estar siempre entre las buenas puntuaciones, pues me parece un escritor excelente, de gran profundidad y con ideas originales. Pero la fontana sagrada ha sido un horror de principio a fin, cargado de pedantería, de falsas inteligencias, de entrometidos y pisaverdes haciéndose los interesantes, de personajes de clase alta relamiendo la piedra de su aburrimiento y su vacío vital hasta extremos inimaginables.

Trescientas sesenta páginas de soliloquios, en una mansión, sobre quién puede estar intentndo convertirse en el amante de quién, y los efectos que esto produce en el carácter del otro, porque cuando alguien tonto se vuelve listo de repente es que se está relacionando con una mujer inteligente, pero esto se debe compensar observando que ella está perdiendo su agudeza y se vuelve un poco más tonta.

Secretitos estúpidos, tardes eternas sin hacer nada que dan lugar a intervalos de una hora, necesarios para vestirse, cenas, sonrisas huecas, gente vacía y más cuchicheos insulsos, sin una verdadera motivación que no sea ahorcarse de una vez y acabar con todo el embrollo.

Conociendo al autor, no descarto que eso fuera lo que Henry James trataba de escribir: un retrato del inmenso vacío de las clases altas, de su esnobismo,de su cursilería, de su falta de nervio y de su falta de inteligencia. Si es así, lo ha conseguido, y el libro es tan insulso, tonto y aburrido como la gente a la que representa.

Seguramente haya que ser un genio para escribir eso, pero también es necesario ser un héroe para leerlo.

Dios nos libre.

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Los muertos mandan (Vicente Blasco Ibáñez)

Novela del escritor español Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), que, como todas aquellas en que el mar adquiere su hermosa e impre­sionante importancia, es un canto al Me­diterráneo, a sus héroes, a su civilización, usos y costumbres.

Escrita en 1908, con todo el vigor colorista del autor, relata las des­venturas económicas de un mozo mallorquín, botifarra (el linaje aristocrático por excelencia de la isla), llamado Jaime Febrer, sobre el cual pesa una tradición de ca­balleros que fueron guerreros, marinos, comerciantes, y que colmados de riquezas y de bienes gravitan ahora sobre su último descendiente con todo el peso de la tradi­ción presente en la propia sangre y en la memoria de los que le rodean. Y el autor, con su maestría singular, despliega un lujo de conocimientos isleños que abarcan des­de lo histórico a lo folklórico.

Jaime Febrer, solo en su hermosísimo y casi des­mantelado palacio heredado, piensa que debe hacer algo que lo redima de su te­rrible pobreza. Piensa en casarse con una riquísima heredera, la joven xueta Valls (los xuetes son los judíos de Mallorca, se­cularmente enemistados o separados de los botifarras), a cuya casa de Valldemosa se dirige forzado por su determinación, que le repugna en el fondo. Y es un tío de la joven, otro xueta confeso y nada mártir, Pablo Valls, el que disuade al arruinado pretendiente de semejante boda. Se ve, pues, obligado a tomar otro rumbo; y de­cide irse a Ibiza, en donde le queda un peñasco y sobre él una torre de piratas conservada al amparo respetuoso de unos antiguos colonos suyos, ahora redimidos en parte por su generosidad.

Con el trans­curso de los meses, la hija de esos colonos, la bellísima Margalida, capta su corazón y su voluntad. Como la chica tiene numero­sísimos galanes que la cortejan para que ella se decida por uno, Jaime ha de habér­selas con uno de ellos, el peor de todos: un ex presidiario al que, por temor y has­ta con cierto orgullo, acatan los jóvenes ibicencos. En un asalto nocturno a la torre, el Ferrer hiere al señor y éste Ie mata en defensa propia. Lucha entre la vida y la muerte, asistido por Margalida y sus pa­dres, e incluso por su viejo amigo Pablo Valls, que logró desenredar el lío de sus embrolladas y maltrechas finanzas en Ma­llorca y acude a él cuando se entera de que fue herido por cuestión de amores.

Para Jaime, que ha batallado despierto y entre el delirio de sus fiebres de herido, con los muertos que mandan en los vivos, amanece una aurora de alegría. Manda el amor. Y la novela termina con este canto de vida, después de habernos llevado a tra­vés de las costumbres de Ibiza, de sus tradiciones, y de las evocaciones que el autor nos ofrece de aquellas dos islas, Ibiza y Mallorca, que tanto juego dieron en tiem­pos pasados. Hay un personaje simpático, símbolo de cierta arraigada tradición hu­mana isleña, el contrabandista, que com­parte su amistad con el señor en la misma proporción que la comparte el xueta.

Con el trans­curso de los meses, la hija de esos colonos, la bellísima Margalida, capta su corazón y su voluntad. Como la chica tiene numero­sísimos galanes que la cortejan para que ella se decida por uno, Jaime ha de habér­selas con uno de ellos, el peor de todos: un ex presidiario al que, por temor y has­ta con cierto orgullo, acatan los jóvenes ibicencos. En un asalto nocturno a la torre, el Ferrer hiere al señor y éste Ie mata en defensa propia. Lucha entre la vida y la muerte, asistido por Margalida y sus pa­dres, e incluso por su viejo amigo Pablo Valls, que logró desenredar el lío de sus embrolladas y maltrechas finanzas en Ma­llorca y acude a él cuando se entera de que fue herido por cuestión de amores.

Para Jaime, que ha batallado despierto y entre el delirio de sus fiebres de herido, con los muertos que mandan en los vivos, amanece una aurora de alegría. Manda el amor. Y la novela termina con este canto de vida, después de habernos llevado a tra­vés de las costumbres de Ibiza, de sus tradiciones, y de las evocaciones que el autor nos ofrece de aquellas dos islas, Ibiza y Mallorca, que tanto juego dieron en tiem­pos pasados. Hay un personaje simpático, símbolo de cierta arraigada tradición hu­mana isleña, el contrabandista, que com­parte su amistad con el señor en la misma proporción que la comparte el xueta.

menéame