Mucho antes de que el Drácula literario de Bram Stoker desencadenara una obsesión mundial con los vampiros, un príncipe con un lujoso bigote se labró una temible reputación repeliendo las sucesivas oleadas de invasores otomanos. Se llamaba Vlad III Drácula (Draculea, en rumano), y ese último nombre, en su época, no provocaba ningún escalofrío. Se lo había dado su padre, quien era miembro de la Orden del Dragón, una orden de caballería monárquica solo para príncipes y aristócratas fundada en 1408 para defender la Santa Cruz.
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