Leo en la prensa que hay una empresa británica dispuesta a pagar más de cien mil euros a la persona que ceda los derechos de su rostro para crear un robot que sería su viva imagen. Me sorprendo sobre todo por la cifra, porque a estas alturas uno pensaba que un rostro no valía nada. Veo por la calle a esas personas que en tres minutos se han hecho diez selfies, y entonces me pregunto lo devaluado que tiene que estar en su mente –y no digamos para los demás– su rostro, esa maravilla natural que es privilegio de originalidad.
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