Dichos festivales comenzaron a desarrollarse en tiempos de Felipe II, pero no fue hasta el reinado de Felipe IV cuando lograron su cénit. El monarca tenía un capricho siempre que acudía a estos eventos: dar el toque de gracia. “Se convirtió en un lucimiento personal para hacer alarde de su puntería”, recuerda Nieves Concostrina en “Pretérito imperfecto” (La esfera de los libros). El público ya se lo pedía como una costumbre más de la cita. El rey tomaba su arma, apuntaba y terminaba con la vida del pobre y moribundo animal.
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